miércoles, 15 de abril de 2009

MANDATOS




El otoño se avecinaba con apenas ganas esa tarde. En el pasillo de la antigua casa larga, los hijos caminaban sin hacer ruido como quien pasea su angustia aletar­gada en un hospital. La abuela Natasia hubiese querido conversar con cada uno de ellos - pero el tiempo que sangraba una despedida anunciada no se lo permitió - entonces llamó a la tía Eugenia: “Yo se que me vas a de­cir que sos feliz, ¡y seguramente muchas veces habrás tenido momentos de felici­dad... no lo dis­cuto!... Dejame hablar a mi que no me queda mucho... - dijo con la voz quebrada ante el primer reflejo de molestia de Eugenia - dejame que te pida... ¡Que no reniegues de la vida y que si te viene un buen muchacho no lo desprecies...! ¡El amor es otra cosa, no es pasión ni sueño, es una cons­trucción pesada, el matrimonio es... renunciación... ! Vos siempre fuiste soñadora... como tu padre... pobre... Yo en cambio,... Yo siempre los voy a estar mirando desde donde me toque estar... y deseo ferviente­mente que no te quedes sola... porque desde que tu padre murió... (Dios lo tenga en la gloria) conocí la vejez en soledad... ¡y no tanto como va a ser la tuya... porque los tuve a uste­des y los chicos!... ¡Mis nietos... que han hecho ruido suficiente como para despertarme de mis le­targos y melancolías... - sonrió sin fuerzas - ¡Eugenia...! ¡Los sobrinos no al­canzan...! ¡Ni los hermanos!... ¡Prometeme que vas a hacer lo posible por casarte antes que pase tu pe­ríodo de mu­jer...! ¡Ya sé que igual se es mu­jer, pero no una mujer entera...! ¡Entendeme... y si te duele perdoname... sé que lo que digo es por tu bien...!”

Las hojas de las ramas que hacían la sombra fresca del verano, habían formado una alfombra ocre al caer el sol amodorrado. Eugenia no había podido decirle a su madre todo lo que quería. Natasia, otra vez, no se lo había permitido.

De los funerales también se encargó la tía; después, se despidió de sus hermanos y sobri­nos con extrañeza. Todos sospecharon que no volverían a verla por el breve dis­curso que le dedicó a cada uno.
Ella, intuyó lo mismo.
De todos los hijos había sido la más pegada a Natasia, la que había corrido una y otra vez a las clínicas, la que le cobraba la pensión, la que la llevaba los domingos por la tarde a tomar el té en alguna confitería del centro mientras la abuela había cami­nado; después, siguió siendo la compañía taciturna de una madre vieja, cada domingo de los últimos años.
Así Eugenia había dejado pasar muchas horas de su vida. Con la imagen falsa de mujer independiente, había postergado planes cada vez que la abuela Natasia la había requerido en la vieja casa. De pequeña había soñado con un hogar propio y una vida tan digna como la que habían ido construyendo sus amigas y familiares, sin embargo...

La parte que le había tocado en herencia se la cedió a su her­mana María que desde su viudez, era la que más privaciones venía pasando.
La tarde siguiente a la reunión con el abogado de la familia, Eugenia pasó por la casa de su madre, armó una pequeña bolsa con algunos recuerdos y repasó cada bal­dosa: fue cuando se vio jugando a la rayuela con su hermana y sus primas en el patio del fondo. Des­pués olfateó la humedad de las paredes y sin volver la vista atrás cerró la puerta del pasillo que daba a la calle.

A los pocos días tuvieron la noticia: la tía Eugenia, presa de una profunda de­presión se había medicado mal, y nada se había podido hacer. María fue la primera en llegar al servicio médico y debió reconocerla. Ese día habíamos quedado al cuidado de una vecina, que aún hoy, se acerca cada tarde a preguntar por mamá.

Tanto mi madre como todos mis tíos jamás pu­dieron salir de dudas acerca de la salud de la tía porque el médico, íntimo amigo de ella, les retaceó información amparado en el pedido Eugenia.
Para mí la tía se sui­cidó, lo sospecho por su vida solitaria según los di­chos familiares y por aquella mirada hueca que mamá siempre recordó en ella, la tarde que echó el primer puñado de tierra sobre el ataúd de la abuela - ¡lamento tanto no poder re­cordarla!.
El discurso que le dio mi abuela, me fue con­tado por mamá lo escuchó a través del ventanal mientras reprochaba en silencio, la crueldad senil de su madre. Después de lo de Eu­genia, mamá prácticamente no volvió a ver a sus hermanos. Siempre que salía el tema contaba que desde chicos ya, su hermana y ella habían sido muy unidas, y los tres va­rones habían andado cada cual por su lado.

Han pasado treinta y dos años desde que fallecieron aquellas dos mujeres. Hoy el sol, también perezoso, deja entrever rayos débiles. Mis hermanos caminan y hablan despacio mientras inventan tonterías para despejarse. Han hecho tres veces café y mis sobrinos berrean a sus madres el aburrimiento.
Estoy al lado de la cama de mi madre, viéndola morir, y sintiendo la impoten­cia de no saber qué hacer para que no sufra. Y siento pánico... porque de sus cuatro hi­jos, me ha elegido para hablar a solas.

foto flirkr.com






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