lunes, 8 de junio de 2009




HISTORIA DE JUANA


Amato no llega, y Juana sigue esperando ese milagro insolente. Y es tarde. Tan tarde que el sol partió en millones las presencias. De nada vale enriquecerse si igual te vas a ir - piensa Juana muy bajito-. Amato estará vaya uno a saber dónde, pero lejos, tan lejos que Juana jamás volverá a olerlo.

El polvo arrasa los brillos y la persiana a medio levantar se incrusta en su pe­cho, dando formas extrañas a las formas que la bañan.
Juana espía el camino que hizo Amato. Ella espera.
Una esperanza que se torna eterna y se ve en el reflejo perdido de sus ojos. Amato no va a volver.
Ella lo sabe.
Sé que no quiere repetírselo - aunque sea en voz muy baja.
Pobre Juana.
Amato debe estar revolcándose, muy lejos.
La calle desprende viejas prisas, y con la caída del sol los pastos secos rehu­yen y se aglutinan detrás del portón.
Es el viento el que molesta - dice Juana -
Yo sigo fregando la olla aunque jamás va a volver a brillar.
Todo el brillo se perdió, el de tus ojos, los muebles, la pava.
Entonces Juana quiere salir. ¿Se habrá olvidado de la promesa?
Se lo grito.
Se da vuelta, parece que no le importa e intenta revelarse contra el viento, como si de ése modo pudiese reencontrarse con Amato. Con sólo dos forcejeos se da cuenta que no va poder salir.
Cuando se aleja del picaporte, el viento se calma y la brisa apurada hace bailar las parvas del desierto.
Hago un esfuerzo por no decirle nada. Ella sabe perfectamente mi manera de pensar, no soporto que me mire desafiante.

Cuando recién llegué, también me costaba la idea de saberme entre cuatro paredes. Me llevó mi buen tiempo. Pero todo es cuestión de costumbre. Todo el brillo perdido, las tinieblas en silencio, el sacar a cada instante la tierra de arriba del mueble, el viento.
Juana hace poco que está y piensa que en cualquier momento va a poder irse, pero aquí tenemos para rato, si es que no es para siempre.
Nada queda de todos los platos que se fueron cayendo, partiéndose en dispa­res pedazos.
Nada ha quedado de la luz que iluminaba el camino de la llegada, ni el sol queda, sólo a veces se asoma tímido, como si espiara aquellos ratos que cada vez son menos.
Y Amato ya no está triste, ya la debe haber olvidado, debe haber secado su recuerdo como esas flores que se guardan en un libro - y una vez cada tanto se asoman resquebrajadas cada vez con menos vida - y se guardan de nuevo.
Juana va y viene de un lado al otro. Todo el día, toda la noche. Espía por la ventana y vuelve a sacar la tierra amontonada.
(El autor de este relato no especifica ni describe con claridad relaciones fundamentales entre los personajes ¿O si? No entiendo el criterio usado para incluir un narrador testigo, quizás para in­centi­var la imaginación, o solamente porque a lo mejor le parece un detalle se­cundario. Sigamos con la lectura para saber qué es esto).
Juana se vuelve y me mira y por primera vez veo que se le caen lágrimas, me acerco solamente un poco. Ella también sabe que no podemos tocarnos. Se lo dije desde que llegó. Si ocurriese, en ése momento todo terminaría. Por la amenaza de desintegrarnos es que he tratado de no realizar manifes­taciones emotivas demasiado notables.
Recuerdo el primer día que llegué, la soledad carcomía lo que quedaba de mis entrañas y la lectura de esa especie de reglamento malvado terminó con las fantasías de poder acceder a otra oportunidad.
Fueron muchas las jornadas en que me encontré girando sobre mi eje como si me hubiese convertido en una herramienta humana tratando de servir para algo. Pero era demasiado tarde. Pasó mucho tiempo antes de la llegada de Juana y Amato. Cuando entraron me vieron y enseguida bajaron la mirada.
Ese día ella estaba refulgente, sin darse cuenta de lo que verdaderamente le estaba sucediendo. Y Amato, que sólo le hacía compañía por una horas, trató en todo momento de ignorar mi presencia sin lograrlo. Ella lo tocaba todo el tiempo, diría que lo manoseaba continuamente.
Él me observó con disimulo en todo momento.
Me había sentado en la ochava opuesta a la entrada y también los miraba y me gustaron. Pero ella... es una desesperada.
Ellos enseguida supieron que su lugar era el del ventanal pegado a los mue­bles. Amato se despidió a los dos días diciéndole que en cuanto estuviese prepa­rada pasaría por ella.
Parece que ese día no va a llegar.
(El autor enjuicia moralmente el comportamiento de los personajes. Aunque quiera ser sutil se nota. Una pena)
Cuesta hacerse a la idea, hay que ir sabiendo de a poco, o convenciéndose de cómo son las cosas aquí.
Necesito que Juana deje de esperar porque me desespera que un día pueda irse. Casi no nos hablamos, igual es una buena compañía.
Amato, lejos de conjeturar lo que me pasa no va a volver ni siquiera porque sospeche algo de mí.
No quiero suponer que ella se irá un día además, - según el reglamento, que seguro no leyó - si en el término de nueve meses uno no recibe la señal, no podrá irse jamás.
Pero no pienso decírselo, además aquí se pierde la noción del tiempo, y me parece que la destruiría.
A lo mejor debería poner los papeles arriba del mueble más bajo y dejar que ella los descubra y se entere de todo lo que debe saber.
No me resulta fácil la idea de pasarme el resto de la eternidad viéndola es­piar el desierto, esperando el milagro.
Dentro de toda la llanura existente, el polvo y el silencio, las alas se abarro­tan de sueños incompletos y no me cansa esperar un cambio de rutina, no quiero perder las esperanzas pero... no creo en los milagros.
Juana vio los papeles que le dejé.
No les dio importancia.
Desde mi rincón la observé un par de veces - cuando por el reflejo de su sombra - me parecía que iba para el lugar donde esta el secreto de cómo poder esperar los cambios con la mayor cordura posible. Asomó su mirada y se fue del sitio sin tocar siquiera una hoja. En algún mo­mento los va a leer, seguramente, cuando vuelva a aburrirse de sacar tierra.

De pronto Juana lee y su silencio se transforma en griterío e insultos.
Ella me mira con enojo y siento que no me reconoce. Se ha vuelto tan distante, que no puede nada. Ni siquiera se da cuenta que me apropié de este lugar por ella.
Ella agrieta su andar y se revuelca con rabia en el piso polvoriento. No es fácil tratar de calmarla y mucho menos querer ignorar su locura. Sigo con mis utensilios aprendiendo a sacarle brillo a los enseres.
Hay cosas que directamente no se piensan. No puedo creer que me esté mirando y no se de cuenta - y no me perciba. Esto es demasiado nuevo para mí.
Me duele que no reconozca mi olor, me entristece que haya olvidado nuestros detalles con tanta facilidad. Y yo aún la amo. Amo sus caricias que ya no son y su mirada cómplice que no me dedica. Pero no puedo decírselo. Ella no me creería. Ella si­gue siendo lo más importante aunque disimulo - sino me van a correr de aquí. Estamos demasiado solos como para que no lo perciba. Viéndola ahora, me pongo a pensar si en realidad valió la pena volver. Creo que no debí hacerlo, pero no hubiera podido seguir mi no vida sin ella.
El remolino es el nuevo intento de Él por deshacerse de alguno de nosotros.
Ella se enfurece y llora de nuevo, y sus lágrimas son tan profundas que logra que en el cielo aparezca la constelación - que sólo en estos casos se presenta. Qui­siera tocarla. Pero sería el fin.
Cuando me distraigo en mis fantasías - sin que pueda detenerla - con una fuerza inusitada logra romper la barrera y sale dejando la puerta entreabierta, el viento golpea y me estampa contra la pared. Corro y pego la cara contra el ven­tanal y la veo: es un río de sangre que inunda los costados de las hutas.
Ella no va a volver nunca.
Y ahora son mis lágrimas las que hacen aparecer las estrellas











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