viernes, 24 de abril de 2009

AMIGOS


AMIGOS

El sol se había ido hacía un par de horas, la música ganaba la estancia y el vino iba haciendo lo suyo. El retraso de Horacio logró ponernos nerviosos.
Ahora estamos solos - fue la primera reflexión de Maica, después de beber su tercera copa. Un suave tambaleo terminó de acomodarla sobre uno de los hombros de Yuyo. Práctica­mente pegoteados, José acariciaba pesadamente el pelo de Nita cuando sonó el timbre.
Nos sobresaltamos. Como si el sonido nos fuese ajeno.
Las porciones sobrantes de pizza, quedaron desparramadas en una de las cajas en el piso. Los almohadones comenzaron a sernos incómodos.
- ¡Algún pichón jugando al rin-raje! - les dije ante sus miradas - ¡Quédense tranquilos!... ¡El negro en un rato llega!... ¡Confíen en mi intuición! - agregué mientras llenaba to­das las copas, realmente preocupada. Maica derramó la suya y se ganó las bromas de todos.
El timbre volvió a sonar.
Esta vez nos levantamos trabajosamente los cinco. Yuyo se quejó por el ruido que hicieron cada uno de los huesos de sus rodillas, nos reímos de él y salimos apresurados.
Esta vez fue diferente. Si bien no había nadie, una silueta no lejana nos dejó la convic­ción de que esa noche alguien tenía ganas de molestar. Yuyo insultó con estridencia y Maica trató de calmarlo.
- ¡A Horacio no le pasó nada!... Quedate tranquila... te conozco Gringa, estás preocupada... - me dijo José en tanto los demás, corrían por el patio. - ¿Te dejó los paquetes acá... ? ¡Me ima­ginó!...-
- Te imaginás mal... ¡A mi no me trajo nada!... Si hoy iba a caer con todo ¿O por qué te pensás que nos juntó? -
- ¡Dale Gringa!... No jodas... - me dijo con esa voz que a mí me ponía nerviosa.
Ya le había dicho a Horacio que José no me gustaba: - ¡Qué sabés vos de mis amigos a ver...! ¿Qué te hizo? ¿¡eh!? ¡Decíme que te hizo que yo le paro el carro!... Pero fundamentame Gringa - ¿Qué querés que te fundamente? Te estoy diciendo que es algo así como un presenti­miento... como... qué sé yo... Algo... hay algo que no me gusta... José no me cierra... ¿Me entendés?... ¡No es como los demás...!- Escucháme genio... ¿Vos te pensás que yo los negocios los cierro por “ intuición”? - le había dicho mofándose - No Gringuita... Las cosas no son así...- agregó aquella noche mientras compartían un cigarrillo.
- ¡Aflojá Gringa!... Decíme que es una joda y que tenés todo acá con las instrucciones in­cluidas. Dale... Confesá - fue la voz metálica de José.
Lo miré sin saber qué decirle. La verdad ya se la había dicho.
- ¡Che! ¡Agretas! ¿No vienen a tomar algo...? ¡Dale Gringa que es tu casa...! ¡Sos la anfitriona! - gritó Nita - y vos... vení conmigo sino cuando aparezca el otro le cuento que no me das bola por estar con la mina de él.
- ¡Anda boluda que ya estás borracha! - su voz fue tan firme que hizo que Nita se diera vuelta y saliera de la cocina asustada.
- Volvamos a lo nuestro Gringa... ¡Horacio sabe que no me puede hacer esto! Acá hay mu­cha plata en juego, así que andá pensando algo. ¡El hijo de puta no puede darse por desapare­cido después de haber cobrado todo por adelantado! ¿Entendés? -
- Decíme ¿Vos me estás hablando en serio? ¡Creo que te estás yendo al carajo...! - espeté sacando un valor desconocido hasta ese momento para mí. Sin darle tiempo a que me diga nada y sin mirarlo amagué a salir de la cocina. En un flash estaba su cara pegada a la mía, y mi cuerpo transpirando.
- Gringa... hay cosas con las que yo no jodo... ¿Te queda claro? -
Yuyo, Maica y Nita estaban revolcados por el piso de la sala. Desde el patio, el gato mi­raba sin interés la escena, mi cuerpo se había aflojado.
- ¡Loco! ¡Póngase bien y compórtense porque esto en mi casa no me gusta! - dije con voz firme. Maica empezó a juntar la pizza caída y Yuyo fue a lavar los vasos, en tanto Nita, caía en los brazos a José con clara intensión de distenderlo.
- ¡Salí tarada...! ¿¡No sabés que cuando estoy de mal humor necesito pensar tranquilo!? - le gritó mientras con un empujón la separó de su lado.
Nita me miró con recelo. Su bronca le hizo entender todo mal. Yuyo apareció en medio del incidente.
- ¡Mirala Yuyo...! ¡Esta puta lo quiere a José...! ¡Me lo quiere sacar y como es la mina del jefe se debe creer!... - la bofetada sonó hueca y nos dolió seguramente mucho más a los tes­tigos que a Nita - ¡Llevala a dormir antes de que la mate! - le dijo a Maica. Las dos desaparecieron. En ese momento sonó el timbre.
- ¡Voy yo Gringa...! ¡Y pensá porque de acá... yo no me voy vacío...!- Yuyo me miró con la sensación de haberse perdido algo.
- El mal parido se cree que Horacio lo quiere joder y que está escondido, parece que le dio plata adelantada... y... -
- ¿Qué hacés Gringuita?... ¡No me mires así por una par de horas que me atrasé...! ¡Te dije que esto era delicado y a lo mejor intentaba caminos nuevos...! Pero por lo que veo estás acompañada por amigos... ¡Nada mejor corazón...! ¡Nada mejor que en estos momentos los mu­chacho estén con vos y te cuiden...! ¡Gracias Yuyo...! ¡Josecito...! - dijo abrazándolos.
La voz de Horacio me distrajo de toda la pesadilla. José había vuelto a ser como era adelante de él. Me miró ordenándome que me olvidase de todo.
- ¿Hay algo calentito para tomar, Gringuita? - Mientras los tres se iban para la sala abrazados, puse el agua para preparar café.



imagen: tutoria5b.blogia

miércoles, 15 de abril de 2009

MANDATOS




El otoño se avecinaba con apenas ganas esa tarde. En el pasillo de la antigua casa larga, los hijos caminaban sin hacer ruido como quien pasea su angustia aletar­gada en un hospital. La abuela Natasia hubiese querido conversar con cada uno de ellos - pero el tiempo que sangraba una despedida anunciada no se lo permitió - entonces llamó a la tía Eugenia: “Yo se que me vas a de­cir que sos feliz, ¡y seguramente muchas veces habrás tenido momentos de felici­dad... no lo dis­cuto!... Dejame hablar a mi que no me queda mucho... - dijo con la voz quebrada ante el primer reflejo de molestia de Eugenia - dejame que te pida... ¡Que no reniegues de la vida y que si te viene un buen muchacho no lo desprecies...! ¡El amor es otra cosa, no es pasión ni sueño, es una cons­trucción pesada, el matrimonio es... renunciación... ! Vos siempre fuiste soñadora... como tu padre... pobre... Yo en cambio,... Yo siempre los voy a estar mirando desde donde me toque estar... y deseo ferviente­mente que no te quedes sola... porque desde que tu padre murió... (Dios lo tenga en la gloria) conocí la vejez en soledad... ¡y no tanto como va a ser la tuya... porque los tuve a uste­des y los chicos!... ¡Mis nietos... que han hecho ruido suficiente como para despertarme de mis le­targos y melancolías... - sonrió sin fuerzas - ¡Eugenia...! ¡Los sobrinos no al­canzan...! ¡Ni los hermanos!... ¡Prometeme que vas a hacer lo posible por casarte antes que pase tu pe­ríodo de mu­jer...! ¡Ya sé que igual se es mu­jer, pero no una mujer entera...! ¡Entendeme... y si te duele perdoname... sé que lo que digo es por tu bien...!”

Las hojas de las ramas que hacían la sombra fresca del verano, habían formado una alfombra ocre al caer el sol amodorrado. Eugenia no había podido decirle a su madre todo lo que quería. Natasia, otra vez, no se lo había permitido.

De los funerales también se encargó la tía; después, se despidió de sus hermanos y sobri­nos con extrañeza. Todos sospecharon que no volverían a verla por el breve dis­curso que le dedicó a cada uno.
Ella, intuyó lo mismo.
De todos los hijos había sido la más pegada a Natasia, la que había corrido una y otra vez a las clínicas, la que le cobraba la pensión, la que la llevaba los domingos por la tarde a tomar el té en alguna confitería del centro mientras la abuela había cami­nado; después, siguió siendo la compañía taciturna de una madre vieja, cada domingo de los últimos años.
Así Eugenia había dejado pasar muchas horas de su vida. Con la imagen falsa de mujer independiente, había postergado planes cada vez que la abuela Natasia la había requerido en la vieja casa. De pequeña había soñado con un hogar propio y una vida tan digna como la que habían ido construyendo sus amigas y familiares, sin embargo...

La parte que le había tocado en herencia se la cedió a su her­mana María que desde su viudez, era la que más privaciones venía pasando.
La tarde siguiente a la reunión con el abogado de la familia, Eugenia pasó por la casa de su madre, armó una pequeña bolsa con algunos recuerdos y repasó cada bal­dosa: fue cuando se vio jugando a la rayuela con su hermana y sus primas en el patio del fondo. Des­pués olfateó la humedad de las paredes y sin volver la vista atrás cerró la puerta del pasillo que daba a la calle.

A los pocos días tuvieron la noticia: la tía Eugenia, presa de una profunda de­presión se había medicado mal, y nada se había podido hacer. María fue la primera en llegar al servicio médico y debió reconocerla. Ese día habíamos quedado al cuidado de una vecina, que aún hoy, se acerca cada tarde a preguntar por mamá.

Tanto mi madre como todos mis tíos jamás pu­dieron salir de dudas acerca de la salud de la tía porque el médico, íntimo amigo de ella, les retaceó información amparado en el pedido Eugenia.
Para mí la tía se sui­cidó, lo sospecho por su vida solitaria según los di­chos familiares y por aquella mirada hueca que mamá siempre recordó en ella, la tarde que echó el primer puñado de tierra sobre el ataúd de la abuela - ¡lamento tanto no poder re­cordarla!.
El discurso que le dio mi abuela, me fue con­tado por mamá lo escuchó a través del ventanal mientras reprochaba en silencio, la crueldad senil de su madre. Después de lo de Eu­genia, mamá prácticamente no volvió a ver a sus hermanos. Siempre que salía el tema contaba que desde chicos ya, su hermana y ella habían sido muy unidas, y los tres va­rones habían andado cada cual por su lado.

Han pasado treinta y dos años desde que fallecieron aquellas dos mujeres. Hoy el sol, también perezoso, deja entrever rayos débiles. Mis hermanos caminan y hablan despacio mientras inventan tonterías para despejarse. Han hecho tres veces café y mis sobrinos berrean a sus madres el aburrimiento.
Estoy al lado de la cama de mi madre, viéndola morir, y sintiendo la impoten­cia de no saber qué hacer para que no sufra. Y siento pánico... porque de sus cuatro hi­jos, me ha elegido para hablar a solas.

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