miércoles, 25 de noviembre de 2009

ESO


Comenzó a trepar.
Trepaba… desde la llamada boca del estómago – que hace unos días no tenía más que fuego y basura.
Sintió. Imaginó que a lo mejor tenía uñas filosas y garras (se dijo por la sensación que le recorría su adentro hasta llegar a la lengua y le dejaba esa bilis amarga en el paladar).
Desde el esófago -acuñó su mente – Eso, la quería molestar una y otra vez. Alucinó que a lo mejor algo putrefacto se debatía por esparcirse en lugares diferentes de su adentro.
Desde el esófago, se reiteró.
Y luego recorre con lentitud lugares hacia arriba ocasionando un quejido sin voz en medio de la habitación; que permanecía en semipenumbras.
Sus pensamientos eran interrumpidos por el imperceptible vibrar de las persianas que eran de plástico y ante la menor brisa, se hacían sentir.

Con un esfuerzo denodado intentó concentrarse en Eso.
Pensó que si lograba focalizarlo podría enfrentarlo. En tanto, Él continuó perforando sus paredes interiores.
Arremetió contra lo que visualizó como algo semejante a una caño y lo sintió viscoso, a la altura del corazón.
No sabía nada de anatomía pero imaginaba sus adentros llenos de saliva, de agua, y de sangre, mezclados o por distintos canales. Pero no importaban tanto los lugares porque el fuego y el hedor seguían esparciéndose.

Ahora, un poco más disperso.
Ahora, acompañado por gravitaciones leves que producían ondas de igual manera que una gota gruesa al caer en una superficie plana de agua.
Entonces ya no fue solamente el tracto digestivo – como había escuchado le decían - ahora era un alrededor que producía un abanico horizontal de cortes ácidos.
No era como Alien, se dijo al mismo tiempo que se descubrió sonriendo. Imaginó su cara como una mueca rota, por esa molestia que no dejaba de crecer.

Pensó en encender la luz, descartó la idea para no herir sus ojos. Prender un cigarro lo alimentaría más, calculó en tanto comenzó a sentir como su vientre se hinchaba, la boca se empastaba, y entre una distancia y la otra en medio de la caminata incesante de él, descubrió que el corazón le latía ahora más acelerado.
En pocos segundos un golpe tierno invadió su todo hasta cerrarle la glotis. ¿O sería epiglotis?
Intentó sonreír pero ni siquiera se asomó la mueca rota de hacía unos minutos.
Abrió la boca como un pez que lo intenta todo antes de convertirse en pescado.
Acarició con las manos fría su vientre, ahora prominente.
Eso no andaba por allí.
Él ahora pugnaba por salir.
Deseaba salir.
Quería expulsarse.
Fue cuando dudó. Por un momento… dudó… Y cerró la boca con premura y también los ojos y sus manos fueron puños en una milésima de segundo.


Todo: el agua, la bilis, la sangre, la saliva. Todo mezclado confluyó en la garganta… y las garras, pezuñas… dedos… que asomaban hacia el hueco de la boca y ocupaban el paladar… hicieron fuerza por salir de una maldita vez.
Ya no lo dudó más.
No lo dejaría salir.

De ninguna manera el maldito abandonaría su hábitat cuando se le antojase.
Hizo fuerza. Un desconocido esfuerzo, pero lo hizo una, y otra y otra vez.
Y se lo tragó.
Fue entonces cuando admitió que ese sabor ácido con gusto a aluminio, con dejo a sangre, con áspera textura era parte suya.

Giró sobre la cama. Abandonó la posición fetal y se incorporó para ayudar a que bajase todo cuanto antes.
Oteó alrededor y el cuadro con el afiche de Paris se dejaba descubrir por las luces que se colaban por las hendijas de la ventana. Se imaginó caminando por Paris y al fin su sonrisa fue verdadera.
Era definitivo.
No lo dejaría ir.
Debería aprender a convivir con Eso; que antes que nadie, era preferible - se convenció -que en definitiva era su compañía. No lo echaría.
Se recostó…
Inspiró profundo y con un impulso seco tragó, y tragó y tragó otra vez… hasta sentir que Eso se había acomodado.

Estaba en su lugar.
Otra vez allí.
En su lugar, nuevamente, como debía ser.

sábado, 7 de noviembre de 2009

PAISAJE



Cae la tarde sobre el viejo Puente Pueyrredón, y una masa metálica transita, en paralelo - por el otro puente- el final de la jornada.
Hace calor de Avellaneda casi en verano.
Un viejo junta cartones. Algunas siluetas entran al bingo, otros se dirigen hacia las torres como llegada al hogar tras un día de trabajo acompañado por el corte de la C.C.C.
Ya nadie se asusta de ver caras encapuchadas. Por H. Irigoyen han estado cerca de la Estación de Avellaneda. Siguen los reclamos de quienes han sido postergados. Continúan las marchas en busca de respuestas. Los rehenes somos los de siempre: gente que va a su trabajo, al estudio, a… vivir.
Avellaneda supura puestos de trabajo que son pocos. Emana fábricas por sus laterales, despliega una historia de grandes industrias y muchas escuelas.
Avellaneda tiene la mirada de una ciudad que no quiere quedarse en la intención.
Desde la ventana del noveno piso, veo la brisa que hace bailar a los pocos árboles que hay en Mitre. Puedo vislumbrar el favor tibio de una caminata por el puente peatonal, “camino de las geishas” le decimos los lugareños, que cansa en cada uno de sus escalones espantosos.
Desde lo alto los ómnibus semejan elefantes cansados. Mucha gente espera su transporte. Algunas señoras con sus bolsas intentan buscar ofertas inexistentes, y unos colegiales repican sus voces, componiendo un bullicio alegre, el de la juventud.
Frente al centro cultural un edificio gris con aspecto de abandonado, descansa sus persianas cual párpados pesados.
Va a llegar la noche en cualquier momento en mi ciudad. Y de pronto un relámpago hiere el cielo como una daga luminosa.
Las primeras gotas gruesas de agua pesada se estrellan contra los vidrios del ventanal. No puedo evitar recordarte, querido Julio*… Yo no sé, mira, es terrible cómo llueve. Llueve todo el tiempo, afuera tupido y gris, aquí contra el balcón con goterones cuajados y duros, que hacen plaf y se aplastan como bofetadas uno detrás de otro, qué hastío. Ahora aparece una gotita en lo alto del marco de la ventana; se queda temblequeando contra el cielo que la triza en mil brillos apagados, va creciendo y se tambalea, ya va a caer y no se cae, todavía no se cae. Está prendida con todas las uñas, no quiere caerse y se la ve que se agarra con los dientes, mientras le crece la barriga; ya es una gotaza que cuelga majestuosa, y de pronto zup, ahí va, plaf, deshecha, nada, una viscosidad en el mármol. Pero las hay que se suicidan y se entregan enseguida, brotan en el marco y ahí mismo se tiran; me parece ver la vibración del salto, sus piernitas desprendiéndose y el grito que las emborracha en esa nada del caer y aniquilarse.
Tristes gotas, redondas inocentes gotas. Adiós gotas.
Adiós.Entonces me aparto de la ventana.
Prendo un maldito pucho.
Enciendo la lámpara y elijo un libro de poemas. Y decido olvidarme del afuera, decido entonces, ser feliz, por un rato.

*Julio Cortázar