miércoles, 13 de mayo de 2009

ARENA


Las piedras son filosas.
Ahí está nuevamente él, su figura se dibuja entre los últimos rayos de sol - que dispersos - hacen que la temperatura se vuelva temerosa. Me arrincono detrás de una de las columnas que tiene el muelle, ¡Y me descubro tan ridí­cula!... ¡Como él! Sólo que su edad lo justifica.
Me causa temor pensar que me puede atrapar mirándolo. No sé qué me pasa con ese nene de arito en el ombligo.
Los días transcurren con calma.
El cielo por las tardes regala un abanico de tonalidades que no todos disfrutan, y el chico aparece puntual por el lado sur de la bahía. Camina con desparpajo masturbándose con la vista salada de mujeres que nunca serán de él, vuelve a mirar su brazo y sonríe con melancolía. La tarde ha ido encapotándose entre grumos de mar seco, hoy el cielo au­gura un atardecer diferente. Ahí está, el encuentro ha sido distinto, porque por primera vez, nuestras mi­radas se cruzaron a la distancia.
Él acaba de descubrirme.
De pronto, al sentir que alguien lo observa, se produce una metamorfosis sim­pática y poco disimulada, el chico se transforma en super hombre - y se con­trac­tura sacando músculos por toda esa piel bronceada untada en aceite - me causa mucha gracia. Lo hallo brillante y duro, grandote y fresco, su piel es... seguramente ar­diente.
Me mira, yo le sonrío. Su apariencia me causa algo extraño: cosquilleo, ter­nura. Genera en mí sensaciones que hacía mucho no experimentaba - con disimulo - se espía el brazo que exhibe preocupado.
Le hablo con la mirada de manera tímida casi tonta, él me sonríe. Debo estar loca. Comienza a girar los pasos con lentitud y desvía su camino para lograr to­parse conmigo, se acerca con el aspecto de un modelo de propaganda de aperi­tivo. Rápidamente, da vuelta su cuello en el instante que una silueta se entromete en­tre noso­tros - con la misma celeridad - vuelve a dedicarme su existencia.
Ahora cerca, muy cerca me doy cuenta que es realmente un chico, y yo..., está a mi lado y lo primero que hago es to­car su piel de piedra bronce que está caliente.
Los pescadores - en su mayoría - están concentrados en sus anzuelos y redes, en el momento que el nene me acomoda el pelo desbaratado por el viento; algunos mirones se codean. Cuando me doy cuenta trato de no perder la compostura, aunque ya haya perdido todo. Él se queda callado mirándose el brazo, las nubes amenazan con hacer más rápida la noche. Hoy no hay estrellas, las últimas familias huyen ante las primeras gotas de cielo liviano. Los pescadores se abrigan, él sigue prácticamente desnudo, me toma del brazo y sin decir nada me lleva debajo del muelle con resolución.
La lluvia, tan benditamente repentina, organiza un éxodo instantáneo, lo miro y hallo músculos por todos sus rincones que con un vigor tierno y sin palabras lo pueden todo. Seguramente, cualquier mujer que le hubiese hecho un guiño hubiese obtenido el mismo resultado - pienso en un instante. El diluvio apresura, nos revolcamos a lo largo de una franja del muelle, se escuchan pasos. Desde el refugio, puedo divisar movimientos extraños entre los médanos - se me ocu­rre que debe ser el día en que todos los jovencitos salieron a mostrarse - y sonrío pálidamente.
En medio de la confusión y el silbido del viento vuelvo a tocarlo, disfruto de su piel dura y joven entre mis piernas, y me estremece - cuando sus brazos sobre mí -rodean mi cintura. Es absolutamente salvaje, vuelo a la altura de su sueño y me siento viva.
Después de un rato - tranquilos - observa mis ojos y me pregunta cómo me llamo, los suyos son de un indefinido color oscuro. Con lentitud repasa mi cara con una caricia, y se vuelve sobre su brazo. No aguanto mi curiosidad: me cuenta mien­tras le paso mi lengua sobre el arito que reposa en su ombligo. Lo espío en el mo­mento que interrumpe su re­lato, me mira y todo vuelve a comenzar. En un instante me doy cuenta, que es mucho más saludable que cualquier ansiolítico. Me recuesto sobre su pecho, y de nuevo comienza a hablar.

Al día siguiente caminamos hasta la terminal de ómnibus. Desde allí son unas veinticinco cuadras, le dijo un lugareño. No hay colectivo que nos lleve, él me mira con los ojos cargados de estrellas y no puedo negarme a acompañarlo. La ter­cera cuadra ya es de tierra. El sol amenaza calcinarnos, a esta hora jamás estoy expuesta a él, pero la cir­cunstancia lo vale. Me dice que soy muy importante en su vida - me causa gracia y espanto - su belleza es implacable, su nariz es respingada y sus profundos dien­tes blancos rechazan la idea de un poco de nicotina.
Yo la necesito.
Entra en una tienda a mirar aros y cintitas, yo le regalo un aro, él me com­pra sahumerios y me pide que los guarde para la próxima vez que estemos juntos - pero antes - tenemos que llegar a la casa del viejo del que tanto le hablaron. Se pone unos an­teojos de sol y de un bolsillo saca un pañuelo que anuda y viste su cabeza con flecos colores tierra. Gira sobre mi cintura y me toca, me dice que me adora, yo acepto y por un rato juego a adorarnos. Él no espera, no puede detener su sangre de veinte años y me lleva casi corriendo por la calle del costado hasta llegar a un terreno baldío inun­dado de arena, y nos refregamos el uno contra el otro hasta cansar nuestros cuer­pos ásperos.
Nada me importa.
Después del cigarrillo por el cual me protesta, retomamos el sendero que nos conducirá a la casa del viejo. Durante gran parte del trayecto no hay más que ár­boles que nos grati­fican con su sombra. No podemos evitar acariciarnos. Yo aprovecho todas sus caricias para no mal gastar mi tiempo, creo que él lo intuye y me empalaga. Las cuadras son cada vez más largas, después de un rato divisamos la casa a la que vamos. Todo llega - le digo mientras repaso su espalda con la yema de mis dedos, y me detengo ante su mirada brillosa por temor a que busque otro baldío.
El bolso comienza a pesarme y ante la menor maniobra, él me lo quita y se lo pone como mochila. Miro el cielo y puedo intuir el rugido del mar a lo lejos. Me des­cubro vulnerable.
El viejo pide que lo esperemos y le da un libro de dibujos, él se apresura para mostrarme el elegido. De pronto lo cierra y lo vuelve a abrir y comienza a buscar todo de nuevo. Detrás de la cortina de juncos, se escucha tararear al hombre en tanto él tiene un ataque de furia y se enoja con el universo. Aparece en escena el viejo portando una valija con objetos que yo jamás había visto, mientras el nene lo increpa desmesuradamente. Sin entender cuál es el reclamo, el hombre me mira es­perando que yo pueda explicarle algo (me siento ridícula). Es patético verlo, se ol­vidó de todo, hasta de mi presencia, y si no se olvidó no le importa. El anciano ni si­quiera recuerda el dibujo que el chico le reclama furioso di­ciéndole que se lo hizo a un amigo.
Fue difícil convencerlo de regresar. Le pedía al hombre que le mostrase más dibujos que no tenía. Por fin salimos. No habló por un rato largo. La desilusión le borró las estrellas de los ojos.
El cielo ha comenzado a calmar sus rayos. Sentados debajo de un árbol, saco un cigarrillo y fumo en silencio. No quiero molestarlo, trato de comprenderlo y hago memoria para tratar de descubrir si a esa edad, yo era tan arrebatada como él.
Creo que si.
Él comienza a recorrer mis pechos, y mi piel se eriza. Su enojo puede llegar a ser fructífero - pienso mientras apago el cigarrillo -.
En la alameda - que descubrimos en el centro de un vivero - trato de hacerlo olvidar de su decepción. Su cuerpo transpira sobre el mío y de pronto todo se reinicia una y otra vez hasta que la noche nos recuerda que tenemos hambre y sed.
Una nueva estrella aparece en el cielo, de nuevo el mar se presenta a lo lejos, es la primera vez que renuncio a un día de playa - al úl­timo.
Él me mira y quiere explicarme. Habla sin parar, compungido por su brazo desnudo. Tenía que ser ése dibujo y no otro. No le contesto, en realidad no sé qué decirle, ése tema ya me cansó.
A la madrugada debo comenzar a preparar la valija, tampoco sé cómo anun­ciárselo. Hace planes continuamente para toda la semana, de pronto siento que me gustaría verlo otra vez. Es lo primero que me dice cuando le aviso que me voy, que se terminaron mis vacaciones. Quiere saber en qué lugar me puede encontrar.
No entra en razones. No quiero lastimarlo. Piensa que hay algo que no le quiero decir y tiene razón. A lo mejor sería correcto explicarle todo.

El camino se hace demasiado largo, lo llevo poco a poco hacia el lugar donde nos conocimos, le pido que me dé su teléfono y le prometo que lo voy a llamar. Mis ojos se nublan, me reprocho en silencio. De nuevo prometo llamarlo, y le pido que se quede en el muelle. En medio de toda la desesperación de la despedida comienza a jugar con mis pe­zones, sus ojos poblados de estrellas nuevamente enjugan unas lágrimas que por suerte no salen... y comienzan de nuevo nuestros cuerpos, pero esta vez la des­pedida lo hace todo di­ferente.
Me abraza fuerte y me dice que me quiere - hago silencio. El tiempo me corre, mi amiga debe estar lista para salir. Acomodo mi ropa antes de escapar del muelle. Apresuro mi partida.

En la ruta, mis pensamientos se arremolinan. Mi amiga será la única en sa­berlo. Mientras manejo me repito que no lo voy a llamar, que tengo ganas de re­en­contrarme con mi marido y mis hijos - en tanto mi amiga - pone música de los sesenta.





Foto: estabolsanoesunjuguete.blogia.com