lunes, 8 de junio de 2009


SOMBRAS DE VELAS




Uno podrá ir acostumbrándose a vivir sin la gran pasión de su vida... pero sin ser dichosa. Me negaría a dejar de sufrir por esto, porque estaría renegando de mi vida. Cuando las primeras noches cenaba sola o me agazapaba esperando que el timbre o el teléfono dieran señales de vida, puedo afirmar que mi andar dejaba detrás de sí, una estela de savia vital desparramada por mi estancia. Ahora me siento más apacible, creo que ésa es la palabra. El silencio no me asusta y la noche, al fin, se hizo amiga. De él no tengo siquiera media noticia, me alcanza con imaginarlo feliz. Será que desde un principio, le prohibí a Elsa que hiciese el mínimo comentario o refe­rencia de su padre, que ya quedó como un acuerdo tácito. Si bien sigo fre­cuen­tando algunos lugares que fueron nuestros, y algunos amigos comunes; hoy puedo acostarme y mirar una película vieja, que seguramente vi con él, sin sentir que me desangro. Me sobra tiempo. Me he organizado de manera tal que puedo hacer cuanto quiero. A veces, no sé bien qué quiero hacer, pero es bueno saber que dis­pongo por completo de mi vida.

Elsa llamó durante todo el día. Le extrañó que en una tarde tan lluviosa y fría su madre hubiese salido. Desde el principio del fin de la relación con su padre, Adela, su madre, era una ermitaña.
Los trabajos en el estudio estaban prácticamente terminados, dos planos quedaron en el piso al costado de un día que por momentos se le antojó raro.
Como siempre que llueve, le fue difícil conseguir un taxi. Las calles anega­das por el agua de todo el día, encarecieron el viaje.
El suave olor a comida que invadía el recibidor del edificio le abrió el ape­tito, y el corte de luz, hizo que agradeciera que su madre viviese en el tercer piso de un edificio de quince. La oscuridad le dificultó encontrar las llaves en su bolso repleto de inutilidades.
El departamento en tinieblas la recibió con un desagradable vaho a hume­dad, se acordó que su mamá guardaba las velas en el cuarto cajón de la mesada. El desorden que pudo distinguir con la indigente luz, respondía a la metamorfosis su­frida por Adela en los últimos años.
De pronto recordó que el día anterior, en la última charla telefónica que habían tenido, su madre le había dicho que cumplía los años Chola, la madrina de Ri­cardo y tenía ganas de ir a saludarla.
En el ir y venir de un lado hacia el otro del departamento, se presentó ante ella la remembranza de aquella noche que junto a su hermano Ricardo y sus pri­mos, habían estado contando historias de horror inspirados en un largo corte de luz; tan asustados terminaron que ninguno durmió.
Le llovieron apariciones mágicas de un tiempo del que sospechaba, había sido feliz. En el sillón, tirada transversalmente con los pies descansando en el apoya-brazos, vio a Julián, su primer novio leyéndole aburridísimos poemas. Desde la ochava la asaltó Mirta con su hermano David copiando tarea atrasada, y Cosme trayéndole una orquídea el día que cumplió los quince.
La vela se apagó a causa de una rebelde brisa escapada desde la puerta abierta del baño, al revivirla, dejó que las sombras cayeran desde la profundidad de un silencio derruido...
-Victoria viene esta noche a cenar con nosotros, a conocer a toda mi fami­lia... ¡Pasó tanto tiempo!... Quiero que conozcan a mi amiga de la infancia... quiero que vos Elsa te pongas el vestido más lindo que tengas, y vos Ricky, no ha­gas planes para salir corriendo después de comer el primer plato. Ella se crió con­migo, siem­pre íbamos a todas partes juntas. Cuando se casó y fue a radicarse a Eu­ropa, ni una sola Navidad dejó de llamarme ¿Se acuerdan?... tía Vicky la llama­ban... ¡No les voy a pedir que la llamen así!... pero tengan en claro que para mí, es una noche impor­tante. - La queríamos a través de mamá, era como de la familia.
La vela terminó de consumirse y la oscuridad plena colonizó la habitación. Palpitó que era muy tarde por la somnolencia que le imponía su cuerpo.
El único que había quedado afuera de la perorata había sido su padre; con los años, sospechaba que seguramente habría existido un discurso para él, pero privado. Ambos hablaban poco, y Elsa, nunca los había escuchado discutir o con­versar temas importantes frente a ella y su hermano.
Esa noche comimos como si fuese la última vez. Tía Vicky dio la sensación de que al enviudar se había dado algunos permisos, estaba más gorda que en las fotos que tenía mamá. Don Enzo, como le decía tía Vicky a papá, les prestó su abu­rrida cara hasta el final.
Era rica, dedujimos con Ricardo, hablando después en mi habitación: por la ropa, los comentarios de los viajes por toda Europa; y la herencia que seguramente le dejara el “tío Felipe” al morirse.
Mamá era otra. Con Vicky se veía casi todos los días y hasta parecía más jo­ven. Ella pasaba a buscarla con su chofer y tomaban el té en Recoleta.
Mamá es­taba viviendo una realidad que no era de ella, no obstante, yo le decía a Ricardo que me parecía bien, que tenía que aprovechar a conocer todos esos lugares a los que nunca había tenido acceso.
Tía Vicky vino una tarde con la idea de irnos todos juntos de vacaciones. Papá se opuso desde el primer momento, utilizando su gastada teoría de que ése tipo de acontecimientos anuales era sólo para el núcleo familiar; así venía esquivando el llevar a la abuela hacía siete años.
Pero esta vez no hubo caso.
Mamá se encaprichó y papá decidió que era tonto seguir oponiéndose.
Ese año la pasamos en el semipiso que tía Vicky había comprado en el cen­tro de Mar del Plata.
Fueron unas vacaciones de locura.
¡Cuánta plata se gastó! A cuenta de las vacaciones del año siguiente, bro­meábamos con Ricardo.
Con mi hermano fuimos a bailar todas las noches, gracias a la plata que la tía Vicky nos daba a escondidas. ¡Era todo tan irreal! Mamá se acostaba temprano por el cansancio del sol, y papá se iba todas las noches al casino con la tía Vicky.
Una profunda sensación de hambre la invadió.
El corte de luz no era reciente, dedujo por la temperatura de las bebidas. El charco que salía por debajo de la heladera le recordó a Finito, su sia­més, que en sus últimos años de vida orinaba en cualquier parte de la casa.
Comió una milanesa rescatada del fondo del refrigerador a la luz de media vela; cuando se le cayó el pequeño pancito que había tomado de la bolsa y gateó para encontrarlo se sintió ridícula ¡Tan ridícula como cuando su madre la llamó una tarde para que merendasen juntas y en medio de una falsa tranquilidad sir­viendo un té de yuyos, le dijo que ella y su padre se separaban!
Elsa había presentido una gran dosis de hipocresía en la casa de sus padres, pero no sospechó que llegaría a semejante extremo.
Cuando se ofreció para organizar una reunión familiar o hablar con su pa­dre, se llevó una gran sorpresa.
Jamás hubiera imaginado al callado Enzo, el comprensivo y cabizbajo Enzo, diciéndole que se iba. Que abandonaba la casa para irse a vivir con la ma­ravillosa tía Vicky.
¡Que aberrante todo!... ¡Incomprensible!... ¡Adela haciéndose la entera, explicando, en tanto llenaba su taza de té, que lo de ellos hacía rato había dejado de funcionar... buscando justificar a su amiga de la infancia.
Era tarde; estaba segura.
Los recuerdos esa noche se impusieron a manera de una infame manifestación.
Adela tendría que haber llegado. Seguramente, habría arreglado con Ricardo para ir los tres con Virginia, la esposa de su hermano y la traerían al terminar la cena.
Revolviendo el fondo del cajón de la mesada, recordó que su mamá acos­tumbraba a guardar de todo en la mesita de luz.
Allí quizás podría encontrar algún otro resto de vela.
Se dirigió al dormitorio tanteando las paredes de ese pasillo que siempre se le había antojado demasiado largo sin razón.
Al entrar en la habitación se llevo por delante algo que la hizo caer.
Las luces se encendieron simultáneamente.
Todas las luces se convocaron para que Elsa descubriera a su madre tirada en el piso, y al costado de su mano derecha, caído un papel. En medio de un torbellino de confusiones mientras acariciaba suavemente a su mamá, se apresuró a tomar aquello que parecía una carta. Con un escalofrío calci­nante leyó: “Uno podrá ir acostumbrándose a vivir sin la gran pasión de su vida... pero sin ser dichosa...”

ENTELEQUIA



Osvaldo Nereido tomó el tren a la misma y exacta hora de siempre.
Durante su caminata a la estación, comprobó cómo se iban cayendo con lentitud las hojas - que pocas semanas atrás - habían abrigado su cuerpo de los fuertes rayos de sol.
La gente regresaba de las vacaciones y de a poco el viaje se volvía una hazaña urbana. El guarda no lo saludó como todas las ma­ña­nas en su paso hacia el micro cen­tro. La estación Chilavert estaba limpia como nunca y los vendedores conocidos lo ignoraron con sabia vir­tud.
Encontró asiento y se acomodó dispuesto a reposar su mente en los treinta y cinco minutos siguientes. La niña sentada a su lado desparramó papeles en el piso. En vano y con fastidio la miró insistente. La ma­dre de la chiquilla también permaneció indiferente.
Recordó los tres memos que habían quedado pendientes sobre su escrito­rio, acomodó mentalmente cada uno de los llamados que debía realizar a prime­ra hora, y se divirtió recordando la imagen de Marisa, su nueva secretaria que aún lo miraba con cierto temor. Sintió su saco tironeado por la chiquilla inquieta.
Pronto comenzarían las clases - y con ellas - la imposibilidad de sentarse - reflexionó en tanto el tren arrancaba de nuevo después de la primera parada.
"A lo mejor si le comento lo de la nueva estructura laboral, logre que se quede más tranquilo" pensó al recordar la charla mantenida con Jorge Abasto, uno de los contadores que colaboraba con él en el departamento legal del Ministerio de Hacienda. Pero su jefe se lo había contado pidiéndole absoluta reserva. No podría adelantarle nada. No debía - se dijo en tanto la niña al levantarse había dejado tirado a su lado una lata de gaseosa. Habían llegado a Migueletes.
El silbato del guarda lo aturdió. Vio el cielo que en po­cos minutos se había encapotado - miró su panta­lón de color claro - y se compa­deció.
Las primeras gotas hirieron el vidrio. En pocos segundos cada uno había regresado a su mundo y ahora un jo­ven con aspecto extraño, ocupaba el asiento lindero. “Después de todo era preferible la niñita caprichosa con olor a limpio” - pensó en tanto se encontró husmeando en su maletín sin saber qué buscaba.
La lluvia ahora era torrencial y en la próxima estación ya había pasajeros con paraguas. Los miró con recelo. El cuarto vendedor en veinte minutos lo sorprendió con la oferta exacta, compró un paraguas importado por cinco pesos. El recambio de gente se sucedió hasta que llegó a la terminal.
Siempre le habían fastidiado los pasajeros - que teniendo la suerte de viajar sentados - eran incapaces de esperar que los otros fuesen descendiendo, para ellos pa­rarse. Los amontonamientos de esa naturaleza le eran familiares y ver cómo al­gunos hurgaban bolsillos ajenos también era costumbre.
La gente comenzó a dispersarse de manera violenta como cada mañana. Le llamó la atención descubrir que ése día muchos se quedaban sentados.
Fastidiado, dejó pasar a la señora con muletas y a dos viejos que en el te­rror de no poder bajar lo venían empujando sin miramientos.
El tren comenzó a moverse. ¡No podía !¡ Ya no había vías ! - pensó. Trató de acelerar su paso y ante la imposi­bilidad de bajarse, interpuso su maletín en la puerta en el momento que ésta se cerró con rapidez.
Los que permane­cían sentados ni siquiera lo miraron. El ferrocarril inició el nuevo viaje a veloci­dad desmesurada.
Cuando se asomó por la ventanilla se vio impactado por un cielo profundamente azul. Llegó a una primera estación sin nombre y las puertas no se abrieron.
Consultó su reloj. La hora se había detenido en el momento que había subido al transporte.
Otra y otra estación - anónimas - lo sorprendieron sobre vías inexistentes. Las grandes moles de cemento iban desapa­reciendo de su vista.
Se sentó - ahora sin tanto temor ni excitación.
Intentó rememorar cada uno de sus pasos desde su desayuno. Repasó el itinerario: Chilavert, Ballester, Malabert, San Andrés, San Martín...
Sus ideas no eran claras. Recordó la nueva estructura que le había con­fiado su jefe y descubrió que su nombre no estaba allí.
El joven con as­pecto extraño permanecía tranquilo y nadie se hablaba.
Sólo él sintió que ése no era su lugar. Pensó que siempre había experimentado lo mismo: en su casa junto a una mujer que lo había engañado siempre y pensaba que él no se daba cuenta, en la oficina con aquel jefe burlón que lo endulzaba cada vez que necesitaba que se quedase después de hora ¡Hasta en el club! ¡Cuando era el único que se asaba al lado de la parrilla mientras los otros se re­frescaban en la pileta!
Se levantó y miró por la puerta.
Ahora la velocidad era más lenta. Su maletín aún estaba a un costado de la puerta. Volvió su temor en el momento que el tren se detuvo.
Las puertas se abrieron y quedaron así un largo rato. Proyectó de nuevo la película de su vida y una mueca semejante a una sonrisa apresurada, se deslizó por la comisura de sus labios.
Comenza­ron a subir nuevos pasajeros. La señal sonora dio el aviso.
Debía decidir.
Pensó en que alguien debería resol­ver los memos dejados sobre su escritorio, que su mujer ya no lo engañaría, que definitivamente ésta era una oportunidad diferente.
Sin sobresaltos, revoleó su maletín hacia el exterior y se sentó a disfrutar del viaje.



HISTORIA DE JUANA


Amato no llega, y Juana sigue esperando ese milagro insolente. Y es tarde. Tan tarde que el sol partió en millones las presencias. De nada vale enriquecerse si igual te vas a ir - piensa Juana muy bajito-. Amato estará vaya uno a saber dónde, pero lejos, tan lejos que Juana jamás volverá a olerlo.

El polvo arrasa los brillos y la persiana a medio levantar se incrusta en su pe­cho, dando formas extrañas a las formas que la bañan.
Juana espía el camino que hizo Amato. Ella espera.
Una esperanza que se torna eterna y se ve en el reflejo perdido de sus ojos. Amato no va a volver.
Ella lo sabe.
Sé que no quiere repetírselo - aunque sea en voz muy baja.
Pobre Juana.
Amato debe estar revolcándose, muy lejos.
La calle desprende viejas prisas, y con la caída del sol los pastos secos rehu­yen y se aglutinan detrás del portón.
Es el viento el que molesta - dice Juana -
Yo sigo fregando la olla aunque jamás va a volver a brillar.
Todo el brillo se perdió, el de tus ojos, los muebles, la pava.
Entonces Juana quiere salir. ¿Se habrá olvidado de la promesa?
Se lo grito.
Se da vuelta, parece que no le importa e intenta revelarse contra el viento, como si de ése modo pudiese reencontrarse con Amato. Con sólo dos forcejeos se da cuenta que no va poder salir.
Cuando se aleja del picaporte, el viento se calma y la brisa apurada hace bailar las parvas del desierto.
Hago un esfuerzo por no decirle nada. Ella sabe perfectamente mi manera de pensar, no soporto que me mire desafiante.

Cuando recién llegué, también me costaba la idea de saberme entre cuatro paredes. Me llevó mi buen tiempo. Pero todo es cuestión de costumbre. Todo el brillo perdido, las tinieblas en silencio, el sacar a cada instante la tierra de arriba del mueble, el viento.
Juana hace poco que está y piensa que en cualquier momento va a poder irse, pero aquí tenemos para rato, si es que no es para siempre.
Nada queda de todos los platos que se fueron cayendo, partiéndose en dispa­res pedazos.
Nada ha quedado de la luz que iluminaba el camino de la llegada, ni el sol queda, sólo a veces se asoma tímido, como si espiara aquellos ratos que cada vez son menos.
Y Amato ya no está triste, ya la debe haber olvidado, debe haber secado su recuerdo como esas flores que se guardan en un libro - y una vez cada tanto se asoman resquebrajadas cada vez con menos vida - y se guardan de nuevo.
Juana va y viene de un lado al otro. Todo el día, toda la noche. Espía por la ventana y vuelve a sacar la tierra amontonada.
(El autor de este relato no especifica ni describe con claridad relaciones fundamentales entre los personajes ¿O si? No entiendo el criterio usado para incluir un narrador testigo, quizás para in­centi­var la imaginación, o solamente porque a lo mejor le parece un detalle se­cundario. Sigamos con la lectura para saber qué es esto).
Juana se vuelve y me mira y por primera vez veo que se le caen lágrimas, me acerco solamente un poco. Ella también sabe que no podemos tocarnos. Se lo dije desde que llegó. Si ocurriese, en ése momento todo terminaría. Por la amenaza de desintegrarnos es que he tratado de no realizar manifes­taciones emotivas demasiado notables.
Recuerdo el primer día que llegué, la soledad carcomía lo que quedaba de mis entrañas y la lectura de esa especie de reglamento malvado terminó con las fantasías de poder acceder a otra oportunidad.
Fueron muchas las jornadas en que me encontré girando sobre mi eje como si me hubiese convertido en una herramienta humana tratando de servir para algo. Pero era demasiado tarde. Pasó mucho tiempo antes de la llegada de Juana y Amato. Cuando entraron me vieron y enseguida bajaron la mirada.
Ese día ella estaba refulgente, sin darse cuenta de lo que verdaderamente le estaba sucediendo. Y Amato, que sólo le hacía compañía por una horas, trató en todo momento de ignorar mi presencia sin lograrlo. Ella lo tocaba todo el tiempo, diría que lo manoseaba continuamente.
Él me observó con disimulo en todo momento.
Me había sentado en la ochava opuesta a la entrada y también los miraba y me gustaron. Pero ella... es una desesperada.
Ellos enseguida supieron que su lugar era el del ventanal pegado a los mue­bles. Amato se despidió a los dos días diciéndole que en cuanto estuviese prepa­rada pasaría por ella.
Parece que ese día no va a llegar.
(El autor enjuicia moralmente el comportamiento de los personajes. Aunque quiera ser sutil se nota. Una pena)
Cuesta hacerse a la idea, hay que ir sabiendo de a poco, o convenciéndose de cómo son las cosas aquí.
Necesito que Juana deje de esperar porque me desespera que un día pueda irse. Casi no nos hablamos, igual es una buena compañía.
Amato, lejos de conjeturar lo que me pasa no va a volver ni siquiera porque sospeche algo de mí.
No quiero suponer que ella se irá un día además, - según el reglamento, que seguro no leyó - si en el término de nueve meses uno no recibe la señal, no podrá irse jamás.
Pero no pienso decírselo, además aquí se pierde la noción del tiempo, y me parece que la destruiría.
A lo mejor debería poner los papeles arriba del mueble más bajo y dejar que ella los descubra y se entere de todo lo que debe saber.
No me resulta fácil la idea de pasarme el resto de la eternidad viéndola es­piar el desierto, esperando el milagro.
Dentro de toda la llanura existente, el polvo y el silencio, las alas se abarro­tan de sueños incompletos y no me cansa esperar un cambio de rutina, no quiero perder las esperanzas pero... no creo en los milagros.
Juana vio los papeles que le dejé.
No les dio importancia.
Desde mi rincón la observé un par de veces - cuando por el reflejo de su sombra - me parecía que iba para el lugar donde esta el secreto de cómo poder esperar los cambios con la mayor cordura posible. Asomó su mirada y se fue del sitio sin tocar siquiera una hoja. En algún mo­mento los va a leer, seguramente, cuando vuelva a aburrirse de sacar tierra.

De pronto Juana lee y su silencio se transforma en griterío e insultos.
Ella me mira con enojo y siento que no me reconoce. Se ha vuelto tan distante, que no puede nada. Ni siquiera se da cuenta que me apropié de este lugar por ella.
Ella agrieta su andar y se revuelca con rabia en el piso polvoriento. No es fácil tratar de calmarla y mucho menos querer ignorar su locura. Sigo con mis utensilios aprendiendo a sacarle brillo a los enseres.
Hay cosas que directamente no se piensan. No puedo creer que me esté mirando y no se de cuenta - y no me perciba. Esto es demasiado nuevo para mí.
Me duele que no reconozca mi olor, me entristece que haya olvidado nuestros detalles con tanta facilidad. Y yo aún la amo. Amo sus caricias que ya no son y su mirada cómplice que no me dedica. Pero no puedo decírselo. Ella no me creería. Ella si­gue siendo lo más importante aunque disimulo - sino me van a correr de aquí. Estamos demasiado solos como para que no lo perciba. Viéndola ahora, me pongo a pensar si en realidad valió la pena volver. Creo que no debí hacerlo, pero no hubiera podido seguir mi no vida sin ella.
El remolino es el nuevo intento de Él por deshacerse de alguno de nosotros.
Ella se enfurece y llora de nuevo, y sus lágrimas son tan profundas que logra que en el cielo aparezca la constelación - que sólo en estos casos se presenta. Qui­siera tocarla. Pero sería el fin.
Cuando me distraigo en mis fantasías - sin que pueda detenerla - con una fuerza inusitada logra romper la barrera y sale dejando la puerta entreabierta, el viento golpea y me estampa contra la pared. Corro y pego la cara contra el ven­tanal y la veo: es un río de sangre que inunda los costados de las hutas.
Ella no va a volver nunca.
Y ahora son mis lágrimas las que hacen aparecer las estrellas